La carne de los miércoles

La “carne de los miércoles”

Digo, bajo juramento, sentirme ajeno –y conmigo veo venir a mis condiscípulos- al linaje episcopal y cardenalicio que honró la cocina centroeuropea desde el prerrenacimiento. Voy en busca de Cunqueiro y su “La cocina cristiana de occidente”, para poner en claro los  irreconciliables parecidos entre aquellas mesas abundosas y el frugal refectorio  de nuestro querido Mondoñedo.

Dice, aquí y allá, don Álvaro en la citada obra, la más golosa y erudita de cuantas ha escrito:

  • Los obispos de Toul han pasado a la historia por sus perdices… Los de Metz están en la historia retratados comiendo alondras asadas con nabos tiernos… Los obispos de Verdún son los opulentos obispos de las becadas, las percas y el jamón en vino. Debían ser obispos de artillería”.

  • “La cocina de los papas de Aviñón es una de las grandes cocinas de la Cristiandad. Toda la ciencia culinaria romana se injertó en ella y fue aumentando con las salsas de la Provenza”

A cambio, más cerca de nuestra mesas estaban los tonsurados irlandesas. Leed esto:

  • “En las abadías irlandesas, incluso en las del Císter que van citadas – Monut-Melleray y Roscrea-,  no se comió bien, aunque se comieron salmones y cabritos de ciervo. En las otras grandes abadías de comió poco y mal; los calígrafos no comen”.

La nobilísima cocina cenobial y mitrada nos abandonó siglos atrás, por lo que sabemos. Hoy, prelados que almuerzan de bandeja y curitas de menú del día en los contornos madrileños nos hacen poner los pies en el siglo y darnos con un canto en los dientes ante los platos del gran Casiano o de la señora Carmen, allá por los avanzados años 50 de Mondoñedo.

De la carne de los miércoles …

Nuestro soñado  “faisán”-el plato estrella, por así decirlo-  tenía  cita jubilosa los miércoles. Era la famosa carne de los miércoles, algo parecido al jarrete, de fibra desprendida y un color rosado que le daba cierta vitola. Se acompañaba de patata cocida, y todo ello merecía el tratamiento de usía. Un poco a la zaga iba la palometa de la cena –al menos, un día a la mañana-,  probablemente escoltada también de la sabrosa fécula del valle mindoniense o de la Terrachá.

… a los “garabolos”

Para contrición del alma y del cuerpo, los domingos, el día en que el Señor descansó, se nos abandonaba a la lucha contra el cocido, en el que su hiriente punta de lanza eran los garabolos. Al cicer arietinum denominábamos “garabolo” por pura mofa y, sin duda, por venganza. No tenían absolución ni por el color, ni por el olor ni por el sabor: llegaban al plato aplastados, devolvían un olor como a lejía y pugnaban en el paladar. Un domingo sí y otro también, era proverbial  la legión de alumnos que se demoraba en el comedor, mareando el plato,  en tanto el resto partía hacia la capilla. Hablo de los “garabolos” penitenciales,  sin desmerecer  en infortunio culinario a  las platadas de arroz, el colmo del desatino gastronómico. Hasta tal punto llegué a detestarlo, que a mi retorno a casa mi madre me sustituyó el plazo de arroz familiar por cualquier otro durante años y años. Hoy soy un devorador de arroces (bueno, devorador universal, para no mentir) y hasta tengo un yerno que lo borda con la paellera.

Un pan de cardenales

Todo podría olvidarse, no obstante, si reparamos en el pan de Mondoñedo. Ese mollete esponjoso que juntaba las corteza con sólo mover los dedos. Tenía título para mesa de cardenales. Ofrecía ojos como habas, la masa bien hecha y ligera. Decían que era cosa del agua. Había que vernos dando cuenta del mollete mientras oíamos el runrún de la lectura del Kempys que acompaña al primer plato del día. Menos mal que en el segundo plato ya teníamos la bula para hablar y echar cuentas para la próxima “carne de los miércoles”.

Ramón Barro

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