Carta de amor y otros
Querida Lorenzana:
Aunque no he sido un amante solícito, no creas que he dejado de amarte, porque tú siempre estarás en mi corazón y en mis pensamientos, no digo también en “mis sueños” porque yo no los recuerdo.
No te visité, pero no dejé de pensar en ti. Esto me recuerda a aquellos emigrantes que se iban a “hacer las Américas” y que escribían una o dos cartas y después se perdían en las riadas de la vida, en los aluviones del tiempo. ¿Crees tú que ese ser no amaba a sus padres, a sus hermanos, a sus abuelos, a su aldea? Precisamente es todo lo contrario, los amaba demasiado y no quería participarles su fracaso en la búsqueda de “El Dorado”. Velo así, porque así es.
¿Cómo no habría de recordarte? Me diste tanto, que llenaste mi vida de tics -buenos y malos- que me hicieron caminar junto a “mi sombra” (uno es lo que es, pero su “sombra” es lo que le gustaría ser).
¿Quién me enseñó a decir no, cuando quería decir sí?
¿Quién me enseñó a rechazar lo que quisiera abrazar?
¿Quién me mostró el camino de la libertad, aunque tú no quisieras? El estudio, para poder mirar la vida desde la cima de una montaña, porque de otro modo tendríamos que mirarla desde un valle o, lo máximo, desde una colina. Y tú nos inculcaste el hábito intenso del mismo. ¡Vaya si estudiábamos¡
¿Quién me hizo sufrir por el valor del tiempo, de nuestro tiempo? ¿Cuánto valor tenían para nosotros veinte minutos? Y no se les puede llamar “de descanso”, porque esa palabra no existe en la infancia. Íbamos contra el léxico y las matemáticas, para nosotros el descanso = al esfuerzo. Obviamente no todos se aplicaban esta teoría. Recuerdo a Ginzo paseando por el claustro o sentado en los muros de las arcadas. Ginzo siempre fue una persona muy selectiva e inteligente.
La memoria, que en estos tiempos es un bien escaso y escurridizo, pone delante de mí aquella época maravillosa, llena de alegría, amistad y cariño.
Y así fue cómo aprendimos una nueva forma de convivir sin nuestros padres, sin nuestros hermanos, sin nuestra casa, sin nuestros primeros amigos, sin nadie que tuviese la obligación maravillosa de querernos.
Recuerdo la causa por la que entré en el Seminario y me cae la cara de vergüenza. Yo estudiaba en una academia dirigida por D. Camilo, duro, intransigente y que repartía mas leña que un carbonero (quizá ésta era la única actitud posible con aquellos “perlas” de alumnos ). Y así fue que un día “malo” (sobre todo para mí) me dio un bofetón que merecía casi todos los días, pero no precisamente aquél. En mi soberbia infantil le tiré un libro a la cara y escapé de la clase. Pasó una eternidad… tal vez media hora, pero todos sabemos que después del calentamiento viene el enfriamiento y comienzan las deliberaciones: ¿Se lo digo a mis padres? Mala solución, porque ellos le darían la razón a D. Camilo, con todo lo que eso llevaba: volver al colegio, pedir perdón (¡como iba a dar mi brazo a torcer!). Tal vez una paliza o… dos, una de mis padres y otra de D. Camilo. Y entonces se me ocurrió la extraordinaria idea de ir al Seminario, porque yo era de Catequesis Dominical, con una madre creyente profunda. Yo estaba seguro de que me apoyarían incondicionalmente, ya que así sería una persona de mucha categoría, con dinero y poder y estaría más cerca de Dios. Dos personas, dos ideas. Hablamos con D. Daniel, el párrroco y él se encargó de todo. Entré en el Seminario ya comenzado el curso.
Recuerdo con mucho cariño a los profesores: D. Darío, D. Manuel Vilela, D. Francisco Ron, Prieto Verdes, D. Cesar, D. José María Fernández, que fue la primera persona que me prestó un libro –Estudio sobre Grafología- y no podía faltar el inflexible D. Jaime. Seguramente mezclo Lorenzana con Catalina, pero eso debe de ser por la cercanía; es un viaje corto, de bicicleta. Los no citados es por cuestiones baladíes: premura, memoria, comportamiento no adecuado o así.
¿Sabéis a quien recuerdo mucho en mis pensamientos de la “duermevela”? A aquel hombre que cuidaba los cerdos, doblado por aquellos inmensos cubos cilíndricos y de zinc. ¿Era Eladio su nombre? Apenas recuerdo su cara, recuerdo mucho más su espalda, llena de dolor, no derecha. La esclavitud es inherente al ser humano: la hubo, la hay y siempre la habrá. Cambia de nombre, a veces es innombrable y a veces estamos contentos de saber llevarla con una innegable dignidad de esclavos.
Ya nuestros amigos se han marchado y otros estamos ante la maravillosa puerta, que no sabemos si abre o cierra, que nos llevará camino de La Luz o nos dejará siempre en el dintel. Amigos míos, morir no es importante, lo importante es vivir… con honor, con amor y sobre todo con humor. Un gran recuerdo para los idos, lo cual tiene sentido si la puerta es de abrir, pero si es de cerrar sólo lo tiene como muestra de la satisfacción de los tiempos convividos.
De los fallecidos, y hasta donde yo sé, Barcón es el más interesante. ¿Recordáis aquellos reportajes sobre los partidos? El los leía en el refectorio y más bien parecía poesía oral, cómica y cómplice. Muchos sabéis que dejó poesías escrita en los “madrugares” de Castro y otros, poesías que fueron recopiladas en un libro: Poemas de la Tarde Antigua
…muy lejos, como al otro lado del mundo,
el roce caliente de una mano
que ya no podría pertenecernos nunca.
Germán sabe mucho de todo esto.
Querida Lorenzana, perdóname por hablar de mis compañeros a mis compañeros, pero no podría ser de otra forma, porque ellos también son “Lorenzana”.
Me voy a permitir una última licencia y es compartir con mis compañeros de otros tiempos, y amigos siempre, unas normas de vivencias, de aquí y de allá, asumibles por cualquier ser humano, que busque un lugar común de paz y felicidad para todos:
No harás daño a las personas, ni a los animales, ni a la Naturaleza,
No robarás,
No mentirás,
Amarás a toda tu familia,
Serás fiel a tus amigos y a tus promesas.
Si alguno se los deja a un hijo, a un nieto, a un amigo, yo no moriré del todo y conmigo, vosotros.
“Aquí tenés un amigo que ha de jugarse el pellejo cuando llegue la ocasión”, que dice el tango.
Lorenzana, mi madre y mi profesora,
Todos los besos
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