Ramiro Pérez Fernández. Una voz. Una bicicleta. Un cura.

1964. Curso 1963-64. 1 teología.

 

Por José Luis Caruncho Rodríguez

Desde el último curso en el que hemos recibido nuestra ordenación sacerdotal (1967) no nos habíamos vuelto a ver hasta que en el 2022, en el homenaje a la celebración del centenario del nacimiento de don Enrique Cal Pardo, a alguien que citaba mi nombre, Jose Luis, cuando subía del  patio, en otro tiempo lugar de descanso y de deporte reutilizado como zona de aparcamiento, confieso que no reconocí al que lo citaba, hasta que él mismo me aclaró “soy Ramiro”. En ese momento lo reconocí y me produjo una sensación (no exagero) sublime; de repente, se me agolparon los 12 años de convivencia,  los años 60 compartidos, sobretodo en el campo musical. Recordé nuestra participación en la schola, como barítonos, aunque él podría considerarse un tenor segundo por el timbre y la firmeza de su voz que sostenía la cuerda que nos introducía en el San Campio, el Señora adiós, en la Vergine degli angeli, etc; su participación en la interpretación del Himno a la Palestra que yo había compuesto para celebrar la fiesta de la Palestra que utilizamos en la entrega de los premios deportivos y, sobre todo, hacer de sostén de seguridad del “coro”, en las partes polifónico-polirrítmicas del cuadro escénico, Por los caminos de Dios, letra de mi hermano y música mía.

Este día de reencuentro, fuimos juntos a las explicaciones de Ramón Otero Couso  sobre el desarrollo de las obras de restauración de las pinturas de la cúpula  del presbiterio de la catedral, mientras cantábamos todos el Junto a ti al caer de la tarde  donde mostró todavía su voz aún potente, clara, vibrante  y firme, me asombró pues me revelaba sin menoscabo alguno la voz de otros tiempos.

Ya en otro contexto nos comentamos nuestros avatares y luchas por vivir en la fe y en superar las dificultades con que nos habíamos encontrado en los años anteriores. Me comentó que se encontraba con dificultades físicas y fisiológicas, a pesar de las cuales trataba de cumplir con los deberes sacerdotales atendiendo a las parroquias de las que estaba encargado y que, además, las seguía atendiendo igual que siempre, en bicicleta. Me asombró y otra vez creció mi admiración. Me lo explicaba con tanta naturalidad que reflejaba que él lo consideraba totalmente natural.

 

Nos has dejado Ramiriño. Estás satisfecho, y puedes estarlo, en la morada del Padre. No fue por egoísmo, lo sabemos, pues, lo has demostrado con creces. Has aceptado el destino que te tenía reservado La Divina Providencia. Antes o después, más tarde o más temprano, nos reuniremos todos los compañeros con el Padre y podremos cantar “ el apoteosis” final del cuadro escénico que tanto le gustaba a don Eugenio:

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