Ramón Barro Bello

Ramón Barro Bello
Ramón Barro Bello (Ortigueira 1943) Seminarista 1954-1959

Mondoñedo, ésa fue mi fragua

No había cumplido los once años cuando,  en septiembre del 54,  ingresé como “pipiolo” en la insospechada Vilanova de Lourenzá. Me enteré al llegar que la mayoría de mis compañeros había hecho un cursillo de preparación de 20 días en agosto; tal vez fui liberado de esa tarea porque llevaba recién aprobado, al igual que me amigo Joaquín Suárez,  el primer curso de Bachillerato.

Me pregunto hoy, septuagenario y abuelo múltiple, qué llamada sigilosa me condujo al Seminario. Provisionalmente, creo que mis inductores fueron Manolo Pérez Bello, dos años por delante además de primo, y Joaquincito del Escolar, el hijo de mi maestro de maestros, don Joaquín Suárez Paisal. Como Joaquín y yo poco menos que comíamos en el mismo plato –con mejor aprovechamiento para él, que siempre me sacó una cabeza, además de cien libros- nos encargaron juntos el guardapolvos y el colchón, pedimos   un maletón de castaño a Pepe Casal, hombre fino con la gubia, y allá nos fuimos. ¿Tenía pleno sentido todo aquello, con su pellizco de aventura? ¿Se me había infiltrado, mientras dormía, el don vocacional que dejaba esclarecido mi destino en la vida? Ni a trazo grueso guardo recuerdo de tal sentimiento consentido. Sabía que ingresaba en un internado, que se jugaba al fútbol, que las cosas estaban organizadas…Y había oído decir –o me pareció entender- que el Seminario era el colegio más barato del entorno y que allí se estudiaba de lo lindo,  el único perfil  preocupante. Suárez  Paisal y mi padre estaban de acuerdo: “En el Seminario los rapaces no pierden el tiempo”.

Rebusco en la memoria y no encuentro momentos de fragilidad en estos primeros años de Lorenzá-Mondoñedo. Hago recuento de los condiscípulos prematuramente desaparecidos, Luis Fernández Paz, Domínguez, accidentado con su bicicleta; mucho más tarde, Cillero y Manolo Cao … y, ya en estos años recientes, mi cómplice de merendolas, Toñito Pena, con quien negociaba eficaz intercambio de conservas por chorizos.

Al lado de la letra menuda de aquellos cinco años –capítulo especial,  cuando era delegado de deportes del curso y guardaba la llave del cuarto de balones y me encargaba de publicar las clasificaciones de los equipos de fútbol (de 9 jugadores) en el tablón del claustro bajo-   firmaría hoy, con rotundidad, mi global conformidad con lo que me dio el Seminario: su disciplina, el hábito –a la fuerza, ahorcan- del estudio (aún recito sin pausa aquellas las excepciones de l a primera reclinaión, “Anima, asina, capra…” o los parisílabos de la tercera, “Anallis, acualis, axis,… cucumis, encis, fascis… ”). Se nos permitía memorizar, lo que hoy parece intolerable. Me quedo con el latín, que me daba una cierta vitola antes mis amigos bachilleres de Ortigueira. Y un especial reconocimiento, aquí,  para el  impagable empezó de don José María Fernández de hacernos atractiva  la preceptiva literaria; no por aprender la retórica y su familia de tropos y otras vanidades, que venía de oficio en la clase, sino por aquellos ejercicios de redacción de los jueves, si mal no recuerdo; artículos sobre los temas más banales –es decir, los más huidizos para el novato escribidor- que luego se leían ante el alumnado, se comentaban y se volvían pan de trigo para el escritor en ciernes. Entenderán muchos por qué de los seminarios, y no sólo del nuestro, han salido tantos escritores y periodistas, como Germán Castro y yo mismo, por no buscar fuera  de nuestro curso.

Mis años centrales mindonienses fueron los del encuentro con la fe. Fue un aterrizaje suave, como un posar de ave. Es bueno pasar por eso; la fe te lleva como de puntillas y a buen recaudo. Otra cosa era la onerosa perspectiva de convertirme en cura; cura para toda la vida. Caí, no obstante, en la cuenta, de que esa ruta no era obligada y, en mi caso, incluso errónea. Por eso, cuando en el verano del 59, mientras salía para darme un baño en la punta de Cabalar, en mi ría, le dije a mi padre que en septiembre no repetiría Mondoñedo, él, que las veía venir, se limitó a responderme: “Pues ya sabes, ahora, a la Academia”. Se refería al centro de secundaria privado que teníamos en el pueblo.

Lo de hacer periodismo y continuar por esas vecindades de la comunicación hasta estos mismos días, parece hoy un mero trámite. Como si todo hubiera tomado definitivo cuerpo en la fragua de Mondoñedo, divino tesoro. Gracias, Seminario.

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