Por Ángel Felpeto (1)
A mí me gustaba leer. En mi escuela en San Xoán de Alba, a pesar del esfuerzo y dedicación de nuestra maestra, doña Mercedes, de don Ramón, don Heliodoro o don José Mª, las oportunidades eran pocas. Recuerdo únicamente tres libros de lectura que la administración educativa de la época enviaba a las escuelas rurales: Don Quijote de la Mancha, Corazón y Cien figuras españolas. Cada año repetíamos la lectura hasta llegar a recitar de memoria, por ejemplo, algunas de la biografías de aquellas figuras españolas. Me llamaban especialmente la atención Viriato, el Padre Manjón y, en general, los conquistadores.
En casa tampoco había muchas más oportunidades que algunos libros que conservaban los mayores, la mayoría de contenido religioso, o cada día la hoja del calendario del Corazón de Jesús que nos peleábamos los hermanos a ver quién la arrancaba el primero.
Lorenzana: lecturas en el internado.-Llegar a Lorenzana y encontrarme un libro nuevo de lectura fue para mí un motivo de alegría y estimulo. Además de una sorpresa la forma de hacerlo.
Los miércoles eran días especiales porque toda la casa olía a “la carne de los miércoles” que Eladio cocinaba con mimo. La primera hora siempre tocaba Latín con don José María Puente. lo que significaba que, quisieras o no, había que estar atento y bien despierto. Otra hora de clase y, a continuación, llegaba la hora de lectura.
A mí me llamaba la atención que don José María se ocupaba de controlar absolutamente todo: sus clases, lógicamente, toda la intendencia diaria y algunas cosas que yo creo que no confiaba a nadie: los temas relacionados con la higiene y la limpieza y la lectura de los miércoles. Terminada la segunda clase, pasábamos por el aula de estudio, dejábamos los libros y cuadernos de la materia de la clase anterior, cogíamos el libro de lectura y a dar vueltas al claustro, creo recordar que durante media hora al menos, leyendo en voz alta alguna de las fábulas, cuentos, refranes o fragmentos del Quijote, de Fernán Caballero o de Quevedo.
“Reglas de higiene”.-Creo que en dos años leí, releí y volví a releer muchas veces el libro. Aquellos poemas, fragmentos o fabulas que me gustaban más, lógicamente volvía sobre ellos cada miércoles.
Aprendí de memoria unas curiosas reglas de higiene :
Vida honesta y arreglada,
Usar de pocos remedios
Y poner todos los medios
De no apurarse por nada.
La comida moderada,
Ejercicio y diversión.
No tener nunca aprensión,
Salir al campo algún rato,
Poco encierro, mucho trato
Y continua ocupación
Las siete maravillas del mundo que aquí titula de manera un tanto extraña como Las Siete Maravillas de la Edad Media.
Cuántas veces y cuántas vueltas a aquel claustro con El cuento de la lechera o algunas “lecturas patrióticas” propias de la época, que hoy no estarían en un libro de lectura pero que entonces no osábamos cuestionar.
Ah! Y las últimas páginas algunas canciones con su correspondiente partitura.
“´Que viene don José María!”.-Y don José María daba las mismas vueltas y en el mismo sentido que nosotros pendiente de que nadie se despistara y de vez en cuando “estimulaba” a quienes no oía con suficiente claridad. Si oías cerca de ti sus pisadas, porque sus zapatos sonaban próximos, era cuestión de elevar el tono. Solía durante ese rato bajar a la cocina, se supone que a dar alguna instrucción a Eladio. Si le sustituía don Ángel, la tensión era la misma o mayor: si era don Honorio, íbamos un poco más relajados y, si era don Pepe, nos relajábamos del todo. Siempre me quedó un cierto sentido de culpa del abuso que hacíamos de la bonhomía de don Pepe.
Conservo el libro muy maltrecho, pero lo conservo como una reliquia con mis iniciales en la misma portada, con el recuerdo de algunos momentos de aburrimiento en los que repasaba el contorno de la ilustración en la que aparecía un adolescente leyendo con una estantería llena de libros a sus espaldas y un busto de Cervantes sobre la mesa.
Pero conservo sobre todo el afecto hacia la figura de aquel hombre envuelto en su media capa los fríos días del invierno, con sus enormes zapatos que sonaban al caminar y se oían desde cualquier lugar de la casa.
“¡Que viene D. José María!”, decía el primero que percibía el sonido de sus botas, antes de que entrara a aquella enorme sala dormitorio donde, a pesar del cansancio del día, teníamos la tentación de seguir conversando una vez que se apagaban las luces.
Pasado el tiempo me enteré que, en aquellos tiempos difíciles, él recorría pueblos y aldeas buscando ayuda y colaboración para darnos de comer todos los días. Y eso me hizo admirarle un poco más, a pesar de que no me gustara nada que alguna vez con sus manojo de llaves golpeara mi mano si alguna uña estaba sucia o mal recortada. Porque, como decía antes, aquella revista de los domingos en la que había que mostrar la palangana y el orinal relucientes y las manos y las uñas perfectamente acicaladas, esa tarea la hacía siempre él personalmente.
En este caso un viejo libro de lectura, sirva de homenaje a don José María Puente Martínez.
Cuanto me gustaría encontrar algún examen de latín con aquellas largas y complejas oraciones en las que nunca faltaba “Porfirio, que quemó el rio….” Porque yo lamentablemente no conservo aquel cuaderno.
Estas páginas también pueden servir para sacar a la luz no solo nuestros viejos libros de texto sino también apuntes, exámenes …
- Ángel Felpeto Enríquez (San Juan de Alba, 1947) estudió en nuestro Seminario entre 1959 y 1967
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