Antonius Grandal, magnus olitor cedeirensis

Reclamado por unos percebes de agosto, te imagino en tu coche por la carretera de Ferrol con destino a Cedeira.  A  tres kilómetros de meta, nada más cruzar  el puente  donde el Río das Mestas vierte a la ría, te aconsejo  moderar e incluso  detenerte a mitad de  la cuesta, justo ante el inequívoco  edificio del antiguo Escolar. No desdeñes  retratar el estuario –mejor, al atardecer-,  el Esteiro de los Grandal. Si, a mayores,  eres amigo de los hermanos Manolo y Antonio, verás que no te has extraviado: ahí te aguardará   Antonio, poco antes de  esa incierta hora que los gallegos confunden  entre el lusco y el fusco y el  sol ya se ha abatido sobre Valdoviño; comparecerá entonces Antoñito con su  regadera, las tijeras de podar,  el cestillo colmado de  limones…  Antonio entra en la finca por el costado de las buganvillas y ves al instante con qué rutina toma posesión de su reino. Ahí está el apretado huerto de frutales y verduras, parcelado a cordel, con el riego automatizado, el invernadero  y los frutos acudiendo a su cita del otoño. Faltan las naranjas, pero ya apuntan. Esta es la pequeña historia reciente de nuestro Antonio Grandal Gómez, que en el Lacio sería denominado, con toda propiedad, “Antonius olitor”, Antonio,  el horticulor.

El horticultor y su obra

Los Grandal Gómez: Ferrol, Filipinas, Esteiro

Me preguntaba  con  qué migración colonizadora se asentaron en ese paraje cedeirense los Grandal y se confundieron con el paisaje. Como acostumbro, fue larga mi charla con Antonio, amigo antes de conocerlo, ya lo contaré. Antes debo poner en claro por qué los hermanos Grandal llevaron la vida que conocemos y no se alistaron  en la Armada para la que estaban predestinados.

Abuelos marinos.-Vayamos hasta los abuelos y sus confluencias. Ambos (paterno y materno) eran ferrolanos y oficiales maquinistas de la Armada,  España liquidaba su Imperio en Filipinas. Ambos marinos deben zarpar hacia ese destino en llamas, al otro lado del mundo.  El abuelo paterno (Grandal) causa baja por enfermedad y se queda en tierra, de modo que sólo llega a Manila el abuelo materno, el jefe de Máquinas Gómez. España pierde la guerra y el alto mando ordena hundir los barcos antes de entregarlos al enemigo. Gómez no se arredró: se estableció en Filipinas (era hombre de estudios),  emprendió negocios industriales y amasó un jugoso patrimonio;  tanto, que le permitió reclamar a su familia residente en España. “En Filipinas nació mi madre, Herminia, Aprendió inglés y llevó una vida confortable, Tenía incluso doncella”, recuerda Antonio, La paz no duró mucho en aquellas islas:   en 1941  se produce la invasión del  ejército japonés. El paterfamilias Gómez  envía entonces  a los suyos a su solar de La Graña, en Ferrol. Y es  aquí donde Herminia Gómez conoció a Justo Grandal, vástago de la otra saga de marinos. Grandal-abuelo tuvo cinco hijos, entre ellos reparamos en Justo (Grandal Zuazúa). No tardaron en casarse Justo y Herminia. Años antes, el joven Justo, por código familiar, se preparaba para ingresar en la Escuela Naval de Marín cuando un cambio de legislación en la edad de ingreso se lo impide y tuerce su vocación.

Historia de un huerto animado

Justo se hizo maestro, ejerció por un tiempo breve en Ferrol  y, ganada la oposición,  pidió la escuela de Esteiro en la que disponía de vivienda. Le gustaba el rural, el ancho campo, ya desde niño. No tardó don Justo en hacerse con unos terrenos en arriendo para ensayar sus pinitos como horto-fruticultor. Era su vocación paralela pero igualmente pedagógica. Don Justo era una rara avis de magister rural orientado a la formación de jóvenes campesinos. Manejó bibliotecas, asistió a cursillos con un afán casi profesional, para legar luego a sus alumnos las últimas técnicas para los  cultivos adecuados a la zona. A él se deben la introducción en la comarca de ciertas semillas selectas o  los maíces híbridos. No había escolares más avezados en el injerto, la poda, las prácticas fitosanitarias, el sulfatado, los abonos que los chicos de “don Justo de Cedeira”. Todos ellos llegaron a armar sus propias colmenas. Los alumnos de Grandal arrasaban en los concursos de la Cámara Agraria de La Coruña.

Poco a poco, el maestro horticultor se fue haciendo con terrenos colindantes tras construir su propia casa. Hoy la finca no baja de los quince ferrados que acogen dos familias botánicas bien avenidas: la de los frutales (manzanos, nogales, cerezos, pésigos, castaños y, sobre todo, una treintena de limoneros de  diferentes especies ) y huerta pura (nabizas, tomates, pimientos, espárragos, lechugas…) por no citar la buganvilla de más de 50 metros cuadrados que ilustra todo un ribazo al costado de  la vivienda.

Vencedor de la plaga del limonero

Todo esto no fue un cuento azul de primaveras dóciles, ni mucho menos, Don Justo tuvo que tomarse la revancha contra la naturaleza cuando la plaga del “chancro” o gomosis (un hongo de la tierra)  atacó sus limoneros.  Habló con los ingenieros: nada. Lo intentó todo para salvar su huerto. Y, como Newton con la manzana, un día reparó, en la finca del cura, que entre los limoneros infectados había uno  –sólo uno- plantado junto a un regato y bien cubierto de tierra, que se libraba de la peste. Visto y hecho: don Justo comenzó a hacer injertos a partir del árbol sano. Ese árbol base, al que llaman “citrón”, remidió la plantación del maestro hasta nuestros días. Eso sí, repitiendo la operación de injerto a partir del   citrón-madre para cada engendro de nuevo limonero. Esta planta reina en la finca, Antonio los alinea emparrados, los poda por arriba para contener su altura y mantener la horizontalidad de la pequeña plantación de cítricos: poco menos que un ritual de  jardinería.

La huerta, un fin en sí mismo

Visto a lo lejos, el territorio Grandal tiene el corte de una explotación agraria, y  me pregunto si todo esto es un negocio a imitar.

-Ni ahora ni antes en vida de mi padre -explica Antonio-  se concibieron estas laborales con orientación comercial. Mi padre sentía verdadero amor a la fruticultura y, en mi caso, aparte de que la cultivé ya desde niño, me sirve hoy como terapia para sentirme vivo. Lo que sobra del consumo familiar, se regala, Así, simplemente. Una bolsa de mis limones le da a mi médico de La Coruña para tres meses de gin-tonys, según dice él.

En la casa familiar vive con Antonio su hermano mayor, don Manuel, que a sus 86 años rige con mano firme las parroquias de Loira, Pantín, Valdoviño y Vilaboa. No riega ni injerta, pero ve crecer la hierba. Como ecónomo que fue en Mondoñedo, echa los números de la casa.

Trío de amigos.-Olvidaba decir que don Justo era compañero de oficio y amigo entrañable de don  Joaquín Suárez Paisal, director muchos años del Escolar de Ortigueira y padre de nuestro compañero Joaquín; por otra banda, Grandal y José María Barro Soto, mi padre,  se frecuentaban a propósito  de la Cámara Agraria. Paisal y Barro Soto eran igualmente uña y carne: de ahí salió mi partida para Lorenzana. Yo oí hablar de los limones de Grandal de Cedeira antes de conocer a Antonio, de modo que estábamos destinados a entendernos. ¡Vaya coro de ruiseñores, los tres exseminaristas!

Tiempo libre.-Robando tiempo al riego, Antonio acude dos veces por semana al gimnasio, situado en la sede de la antigua escuela, a unos metros de casa. También se ejercita con el fisio y realiza ejercicios de memoria, una terapia preventiva que nos viene de perlas a los alto-septuagenarios.

Recuerda, amigo y compañero lector,  ese lugar en el camino de Cedeira, a tres kilómetros de la villa. Manolo y Antonio Grandal mantienen la hospitalidad abierta las 24 horas. Lleva tu cestillo de casa, por si acaso.

Ramón Barro.

 

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