La carne de los miércoles

Refectorio-de-Lorenzana-hacia-1950-y-siguientes
Refectorio-de-Lorenzana-hacia-1950-y-siguientes

Por Ramón Barro (*)

Pobriños de nos, cuando oíamos en nuestra adolescencia, burla burlando, vaticinios tan mordientes como “vas a vivir como un cura”, “vas a comer como un cura”. Me sentía entonces bien ajeno, pero a un tiempo fascinado, del linaje episcopal y cardenalicio que presidió -y dio a la literatura páginas memorables- la cocina centroeuropea desde el prerrenacimiento. Esa aureola de cocina noble  y gula refinada me llevó temprano a Cunqueiro y su obra “La cocina cristiana de Occidente”; quería saber por lecturas cuánto había de  irreconciliable  entre aquellas mesas abundosas medievales y el frugal refectorio  de nuestro querido Seminario. Este texto mío –pretexto, diría mejor- es una invitación para que hagáis memoria de aquellos menús heroicos del Seminario y los recreéis en esta página.

Dice, aquí y allá, don Álvaro en la citada obra, la más golosa y erudita de cuantas ha escrito:

  • “Los obispos de Toul han pasado a la historia por sus perdices… Los de Metz están en la historia retratados comiendo alondras asadas con nabos tiernos… Los obispos de Verdún son los opulentos obispos de las becadas, las percas y el jamón en vino. Debían ser obispos de artillería”.
  • “La cocina de los papas de Aviñón es una de las grandes cocinas de la Cristiandad. Toda la ciencia culinaria romana se injertó en ella y fue aumentando con las salsas de la Provenza”

A cambio, más cerca de nuestras mesas estaban los tonsurados irlandesas. Leed esto:

  • “En las abadías irlandesas, incluso en las del Císter que van citadas – Monut-Melleray y Roscrea-,  no se comió bien, aunque se comieron salmones y cabritos de ciervo. En las otras grandes abadías de comió poco y mal; los calígrafos no comen”.

La nobilísima cocina cenobial y mitrada nos abandonó siglos atrás, por lo que sabemos. Hoy, prelados que almuerzan de bandeja y curitas de menú del día en los contornos urbanitas nos hacen poner los pies en el siglo y darnos con un canto en los dientes ante el recuerdo de los platos del gran Casiano o de la señora Carmen, allá por los avanzados años 50 de Mondoñedo.

De la carne de los miércoles …

Nuestro soñado  “faisán”-el plato estrella, por así decirlo-  tenía  cita jubilosa los miércoles. Era la famosa carne de los miércoles, algo parecido al jarrete, de fibra desprendida y un color rosado que le daba cierta vitola. Se acompañaba de patata cocida, y todo ello merecía el tratamiento de usía. Un poco a la zaga iba la palometa de la cena –al menos, un día a la mañana-,  probablemente escoltada  de puré de patata  del valle mindoniense o de la Terrachá.

… a los “garabolos”

Para contrición del alma y del cuerpo, los domingos, el día en que el Señor descansó, se nos abandonaba a la lucha contra el cocido, en el que su hiriente punta de lanza eran los garabolos, todavía en Lourenzá.  Al cicer arietinum denominábamos “garabolo” por pura mofa y, sin duda, por venganza. No tenían absolución ni por el color, ni por el olor ni por el sabor: llegaban al plato aplastados, devolvían un olor como a lejía y pugnaban en el paladar. Un domingo sí y otro también era proverbial  la legión de alumnos que se demoraba en el comedor, mareando el plato,  en tanto el resto partía hacia la capilla. Me contaron que había quien los envolvía en un pañuelo y los arrojaba por la ventana  al patio trasero. No llegué a  verlo,.  Hablo de los “garabolos” penitenciales,  sin desmerecer  en infortunio culinario a  las platadas de arroz, el colmo del desatino gastronómico. Hasta tal punto llegué a detestarlo, que a mi retorno a casa mi madre me sustituyó el plazo de arroz familiar por cualquier otro durante años y años. Hoy soy un devorador de arroces (bueno, devorador universal, para no mentir) y hasta tengo un yerno que lo borda con la paellera.

Pan de cardenales

Todo podría olvidarse, no obstante, si reparamos en el pan de Mondoñedo, ese mollete esponjoso que juntaba la corteza con sólo mover los dedos. Tenía ornato –orondo y dorado- para mesa de cardenal. Ofrecía en su interior ojos como habas, la masa bien hecha y ligera. Decían que era cosa del agua. Había que vernos a los infantes seminaristas dando cuenta del mollete mientras oíamos el runrún de la lectura del Kempys que acompaña al primer plato del día. Menos mal que en el segundo plato ya teníamos  bula para hablar y echar cuentas para la próxima “carne de los miércoles”.

Ni de lejos se compara aquella noble carne de los miércoles con este ragut industrial e inanimado

 

(*)Ramón Barro Bello. Ortigueira, 1943. Seminario: 1954-1959. Periodista. Trabajó en Faro de Vigo, agencia Pyresa, Ministerio de Sanidad, TVE y Unión Fenosa.

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