Uno de tantos nazarenos (Semana Santa 2016)

Por Ricardo Timiraos Castro

Mientras el sol viste el campo de flores de primavera y las nubes bailan al ritmo del viento, por las calles de la soledad vaga con desgana un hombre. Paro, desamor, abandono, incomprensión…son, igual que el otoño, estaciones de la vida. Lleva a los hombros, a modo de cruz, un pequeño petate lleno de hambre y necesidad, ajeno al tiempo y a las miradas insolidarias. No suda ni llora, ni siquiera repara en su desgastado calzado y sus raídas ropas. ¡Qué más da! Ya lo sabe: la familia resultó ajena, el paro tan sólo otra corta estación desesperanzada. Vive así, como su colega que, huyendo de la guerra, tampoco halló mano de cirineo escondida como está tras las alambradas de la opulencia, del despilfarro y de las leyes inmorales. Hay fronteras de marginación, porque el hombre creó puertas falsas con la madera de su egoísmo más atroz.

Camina y cae, no sabe si por el cansancio, la desgana, o porque la meta no está en ninguna parte. Nada le duele, a pesar de la sangre que brota por sus rodillas. Quizás le duele el corazón o el alma, pero tampoco le importa mucho lo que puedan sentir esos rincones a los que renunció hace tiempo. Es posible que se le haya gastado el motor, o que se haya endurecido como el pedernal o fundido en hierro, pero tampoco le preocupa su futuro. Nadie acude a socorrerlo y a nadie espera. Y allí permanece un tiempo indefinido sin sentir la sangre que se desliza por sus brazos y piernas.

Se levanta. Con un viejo pañuelo, hoy trapo, se limpia sin demasiado esmero. Un portal lo llama. Le ofrece reposo, abrigo y un mirador para contemplar el mundo. Un niño se acerca con su ternura e inocencia y se dirige a él porque siente pena. Un raudo brazo arranca al muchacho de la postal, porque los mayores educan a sus hijos por los caminos de las disculpas de su egoísmo. El hombre sigue allí. Pasa la gente sin mirar para no ver, disimula con conversaciones vanas, entra en lugares a los que no va, para huir de su obligación moral. Un samaritano deposita en aquella encallecida y ennegrecida mano una limosna con nombre de céntimos. Cada cual ayuda como puede. Las tripas llaman alimento y del morral nuestro hombre extrae un mendrugo de pan duro sobrante del día anterior.

Se levanta, se trastabilla y de nuevo cae. Con enorme esfuerzo se yergue otra vez y continúa su vagar. Nunca un camino se dirigió a ninguna parte. El peso es mucho y se refugia en una memoria de un tiempo mejor. También tuvo familia, casa, trabajo y llegó a reírse en más de una ocasión, pero ahora la vida es un saco de fotos teñidas por el olvido, de recuerdos rotos, de esperanzas que resultaron infructuosas. No importan los culpables, pero los hubo y las hubo, porque también conoció el amor, pero ya se sabe el amor está loco y es volandero, aunque conoció alguno generoso, silencioso y fiel. Pero el amor muchas veces nace y huye sin explicación posible. El camino ahora es angosto, pedregoso y está lleno de zarzas. Y piensa: me pondré una corona como la de Jesús,

Cada vez el sendero es más duro, agobia el hambre y a nadie duele su lastimero estado. Pasan los llamados hombres, cargados de estúpidas vanidades, subidos a sus carros de soberbias y con esas corazas de anti-sensibilidad sinónimas de triunfo. Son vitoreados, igual que Jesús en Jerusalén, por unas inconstantes y volátiles muchedumbres. Nuestro hombre sigue caminando porque le han dicho que existe la esperanza.

En su viaje se topa con un poeta y mantienen una larga conversación. “No sé lo que puedes creer, pobre hombre”, dice el poeta, “pero la verdad es que nada de lo que te han enseñado es cierto. No existe nada más que la vida llena de sinsabores y lucha, no pienses que el hombre se apiadará de ti y te ofrecerá salir del pozo, nadie, ni siquiera yo, te ayudará”. Y sus   viajes se dirigen tras metas distintas. El hombre sigue. No remite el hambre, ni la sed, ni el cansancio…

De nuevo cae. Ya duda si levantarse, pero, de pronto, recuerda que de niño le enseñaron que en el Calvario está la Cruz y, en un postrero esfuerzo y con ánimo renovado, se levanta dispuesto a seguir la ruta, dispuesto a luchar y salir de aquel estado de miseria y necesidad, dispuesto a vivir de un modo distinto volviendo a abrirse al amor y a la necesidad ajena.

En el horizonte se vislumbran las siluetas de dos mujeres que se dirigen a la cruz. Se llaman María y Magdalena. Lloran con desconsolado dolor, pero   le ayudan. Y, mientras María contempla aquella cruz, Magdalena le habla también de estaciones de miserias y lágrimas… y, los dos, fundidos en un abrazo, deciden seguir caminando.

La cruz puede esperar.

 

                                               Colmenar Viejo – Viveiro

Semana Santa 2016

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